Aconfesionalidad versus Laicidad
LAICIDAD DE LA EDUCACIÓN PÚBLICA Y ENSEÑANZA RELIGIOSA EN ESPAÑA.
1: LAICIDAD Y ESTADO DE DERECHO
Desde la proclamación de la República francesa se aboga por la ausencia en el Estado de filosofías o de religión oficiales y de cualquier verdad obligatoria. De esta forma el concepto de laicidad implica una neutralidad del Estado en cuestiones de dogma o doctrina. Por supuesto que durante todo el siglo XIX esta ruptura con la Iglesia Católica, y no con otras confesiones religiosas, y en Europa, supuso una lucha reivindicativa entre laicistas y clericalistas, que dieron origen a los conceptos de clericalismo y laicismo como tendencias opuestas al poder de la Iglesia Católica en lo temporal y “res publica”, pues en lo espiritual y conciencia privada nunca nadie se opuso a nada. Ante el triunfo del pensamiento laicista como fundamento del Estado de Derecho en toda Europa, surge la democracia cristiana como respuesta de la Iglesia para no perder del todo el control público y político, pero ya asumiendo el juego democrático del poder político. Los –ismos solo pertenecen a este período de enfrentamiento natural entre distintos poderes, aunque muy prolongado, en tanto el estado moderno de derecho se consolidaba y la Iglesia Católica asumía su nueva situación y abandonaba viejas trincheras teocráticas. Por cierto que existen antecedentes históricos lejanos que solucionaron sin convulsiones sociales esta aparente dicotomía entre lego y clérigo, así con Felipe el Hermoso (s. XV) se distingue claramente entre el rey como “hombre público”, que dirige la política con total independencia; y el rey como “hombre privado”, que recibe los consejos de la Iglesia en el “secreto de su conciencia”, sin que ambas realidades colisionen entre sí. Hoy se entiende laico como “independiente de la autoridad de los organismos religiosos”, y este concepto es inherente al del propio estado de derecho democrático, que no es eclesiástico ni religioso.
2: “RES PUBLICA” Y LAICIDAD.
La legitimación del poder político en cuanto “representante de la soberanía popular”, concepto democrático de legalidad del Estado, no puede “asumir” que haya ciudadanos más iguales que otros en base a cuestionamientos de índole personal como son las creencias, las ideologías, las conciencias o las doctrinas. Para que la democracia sea real, los ciudadanos deben ser iguales en derechos y deberes independientemente de su raza, sexo, religión, militancia política, etc., es decir, por encima de aquellas diferencias individuales o sociales que pertenecen al “mundo de lo privado” y allí se toleran y consienten, pero que no se contempla como “res publica”, lo que puede y debe ser legislado en igualdad de derechos y deberes.
Desde esta realidad, la llamada “aconfesionalidad” del estado garantiza la independencia de la “soberanía popular” en su toma de decisiones sobre la “cosa pública”, es decir, la independencia de las decisiones políticas, que es lo que legitima la “representatividad democrática”. Pedir a estas alturas, que en base a conceptos extraños, (“libertad de los padres a solicitar para sus hijos la educación religiosa que mejor cuadre a su conciencia”, por ejemplo) que el estado se involucre en decisiones “de conciencia” y “favorezca” determinadas actitudes “privadas” en base a su mayoría social, puede desestabilizar al propio estado de derecho hoy, cuando parece que Felipe el Hermoso, en el siglo XV, modelo de príncipe cristiano, ya parecía tenerlo claro para sí. Que esto es peligroso, basta con recordar las palabras de prominentes jerarcas de la Iglesia Católica en relación a este tema, recordando que la Ley de Dios está por encima de las leyes de los hombres para un católico creyente, lo que ya en sí mismo es no una intromisión en la “res publica” sino una proclama de marginalidad para todo el mundo católico, que si es cierto lo que afirman, quedan excluidos por sus creencias de la convivencia democrática, es decir, “la representatividad de la soberanía popular” queda fulminada por la Ley de Dios, que debe anteponerse a cualquier decisión que políticamente decida un parlamento. Tal grave afirmación nos retrotrae a los estados teocráticos posteriores al Renacimiento, nada menos, en que al rey se le reconocía su poder como “emanación divina”. Estas actitudes fundamentalistas de la Iglesia Católica Española, al menos en sus representantes más jerarquizados, que pretenden “favores” políticos en base a sus conciencias, llegan a proclamar la “desobediencia civil” incluso para los “funcionarios públicos” en relación a leyes legítimas aprobadas por el parlamento. Esta intromisión del poder espiritual en el poder temporal no se producía en ningún lugar de Europa desde decenios ha, pero aquí en España, con el apoyo implícito del Vaticano, el atrevimiento llega hasta la desobediencia civil, que es una proclama anticonstitucional y que ningún “acuerdo con la Santa Sede” legitima. Luego es muy real y muy cierto que lo “doctrinal” puede amenazar, si no desequilibrar, a todo un estado de derecho, y por ende, mayor argumento para la efectiva aconfesionalidad[1] de un estado de derecho democrático, que o es laico, o no es ni siquiera estado de derecho, democráticamente hablando.
3: LA EDUCACIÓN PÚBLICA VERSUS LAICIDAD DE LA ENSEÑANZA
Esta claro, después de todo lo anteriormente expuesto, que la “educación pública” como deber y derecho de “toda la ciudadanía” a alcanzar el máximo desarrollo de sus capacidades y la formación integral de su personalidad, en igualdad de oportunidades, o es laica o no es una educación “para todos y en igualdad”, esto es, no es una educación pública, esto es, emanada de los poderes públicos, esto es, del Parlamento. Renunciar a la laicidad de la escuela pública es renunciar a una conquista básica e histórica del llamado estado del bienestar: la educación como derecho y deber de toda la ciudadanía, insisto, en igualdad de oportunidades. Esta premisa, hoy por hoy, solo puede garantizarlo la escuela pública, sometida a las leyes y velada por los poderes civiles. Todo el resto del sistema educativo, en cuanto no es público, no tiene por qué ser laico, ni tiene por qué velar por el estricto cumplimiento de la ley: la educación pública sí tiene que hacerlo. Por tanto lo exigible a un verdadero estado de derecho es que su red pública garantice un puesto escolar para todo ciudadano y ciudadana en edad escolar obligatoria que lo solicite. Intentar sustituir esta red pública por otra “concertada”, es decir, sufragada con fondos públicos, pero que su concierto no “garantiza” la igualdad de oportunidades para todos ni el efectivo derecho a un puesto escolar independientemente de su origen sociofamiliar, étnico, etc., es simplemente “dar gato por liebre”, a unos y otros, de forma que la red publica es cada día más desigual a costa de una red concertada elitista y alejada de las “necesidades sociales”, por cuanto no busca en la educación “una compensación de las desigualdades socioculturales”, sino primero y ante todo, un negocio que tenga una mínima rentabilidad, fines que en educación pública nunca pueden perseguirse, (sí una optimización de los recursos por mandato legal, pero nunca “rentabilidad” en términos de “ganancia dineraria”).
Después de lo dicho, instar a las escuelas públicas a una “competitividad” imposible por sus fines, con las escuelas concertadas, es otro “eufemismo” de lo políticamente correcto. La escuela pública, como todo lo público, compite consigo misma en mejorar los servicios ofrecidos a los ciudadanos, y responde a través de los controles parlamentarios de sus servicios, y “paga políticamente” sus errores como se hace en democracia, con todo lo bueno y lo malo de nuestro sistema democrático. Pero pervertir los fines de la escuela pública con fines de competencia de mercado o con objetivos empresariales, es tanto como intentar subvertir los valores sociales sobre los que se asienta la civilidad que ha conseguido elevar la “educación” a valor universal de convivencia, tolerancia, progreso, igualdad y justicia.
Fines difícilmente perseguibles para escuelas privadas, pero imposibles si estos conciertos se alcanzan con centros religiosos, que son centros católicos, y por tanto no aconfesionales, sino todo lo contrario, tienen como fin prioritario “educar en los valores del catolicismo y conseguir buenos cristianos para el cielo”, o no son lo que dicen ser. Catolicismo no es “religión” en el sentido amplio y “sagrado” de la palabra, es “una doctrina moral basada en dogmas de fe”, y por tanto, lo que aquí se prefiere llamar, (otro eufemismo de lo religiosamente correcto), “colegio religioso”, debería llamarse “Colegio católico” como en todas partes de Europa, menos en esta. Sobrentender que lo “religioso” es por sí mismo católico, es un desprecio al resto de religiones que pueblan este mundo y frecuentes en nuestra sociedad, y sobrentender que lo católico es lo únicamente religioso, es además anticonstitucional, y sin embargo, en base a la “libertad religiosa” se extiende una protección unidireccional del “catolicismo” que ni la Constitución quiso, ni unos acuerdos unilaterales con la Santa Sede deberían forzar hasta distorsionar fines de convivencia social que los constitucionalistas quisieron lograr para “todos”. ¿Cómo compaginar conciertos con centros que preconizan la educación unisexual: solo para niños o para niñas? ¿En qué lugar queda la coeducación o el derecho a la igualdad entre los sexos? ¿Cómo compaginar el derecho a la libertad de conciencia, creencia y religión si el ideario de un centro es “el catolicismo como forma de llegar al cielo”? ¿O es que quieren renunciar hasta a sus raíces más sagradas? Y miles de interrogantes más se nos abren ante esta imposibilidad, donde lo real llega a ser menos que virtual y todos debemos comulgar con ruedas de molino.
La enseñanza de la religión en la escuela pública es posible, siempre que sea “religión”, lo que no es posible es impartir “Doctrina y Moral Católica” en horario lectivo, considerar tal doctrina como una asignatura más, y que se disfrace de “religión universal”, y que puntúe como cualquier otra asignatura, y que sea obligatoria o sustituible solo por otra “afín” y en tiempo lectivo, y… es inmoral pedir a una escuela pública que trague todo esto, y más en nombre a la “libertad de conciencia de los padres”. ¿Y la conciencia de todos los demás padres que no son católicos, o no son practicantes, o no son creyentes, o simplemente no quieren forzar a nadie a vivir según su conciencia? Los que decimos “allá cada cuál con su conciencia, pero todos a cumplir la ley”, ¿dónde quedamos, nosotros y nuestros hijos?
4: LA ENSEÑANZA RELIGIOSA EN ESPAÑA.
La enseñanza religiosa en España siempre fue “enseñanza católica”, y por eso no es “educación”, algo que desarrolla capacidades, sino “enseñanza”, “algo que para aprenderlo, hay que enseñarlo”. Eso sí, enseña desde siempre a cómo “ser un buen católico y ganarse el cielo”, que no es poco. Para ganarse el cielo hay que “creer” una serie de cosas, y o se profesa esa fe o capacidad de creer, o no es posible “aprender a ser un buen católico”, y mucho menos te ganas el cielo. Además de este fin prioritario, la enseñanza religiosa oferta el aprendizaje de otras materias, hasta completar un currículum suficiente de conocimientos, procedimientos y actitudes, de forma, que “además de conseguir buenos católicos”, estos centros también hacen “buenos ciudadanos”, nadie lo discute, y por supuesto nadie les persigue, desde siempre han estado ahí y han sido respetados. Y serán respetables siempre que no “desdigan” lo que son, ni se disfracen de lo que no pueden, o sean por su parte quienes falten al respeto a los demás o intenten imponer su criterio como la única verdad posible. No lo han hecho en el pasado, donde muchas órdenes religiosas se han ganado un espacio digno en la historia de la pedagogía, hasta hoy. El problema es diferente con ciertas instituciones amparadas en un catolicismo rancio que hoy están medrando o quieren hacerlo, en el campo educativo. No es la enseñanza religiosa, que sabe cuál es su sitio, si no los que manipulan para convencer a una sociedad libre y democrática, que una enseñanza privada o religiosa puede sustituir, con ventaja, a una escuela pública, o que la escuela pública está para atender a “quienes no se aceptan en la escuela privada o concertada”, como una especie de educación para los desamparados.
5: EDUCACIÓN Y FUTURO.
Y se equivocan porque la educación es el futuro de un pueblo, y no hay pueblo que se precie y entregue su futuro a entidades privadas, por muy capaces y legítimas que sean. Sin embargo, estos últimos tiempos se nos está invitando a los ciudadanos a que “asimilemos” valores “sociales” que se imponen en un mundo globalizado y políticamente correcto, y por ello se tratan de introducir nuevos eufemismos, nada ingenuos, por cierto, en el mundo educativo, que quieren que comparta “ampliamente”, la escuela pública. Valores como el “esfuerzo personal” y el espíritu emprendedor, que muchos llaman ya “iniciativa empresarial”. Estos conceptos pretenden sustituir “viejos valores escolares”, como si estas modernidades superaran en “empuje” y “dinamismo”, aquellos estereotipos de la “motivación”, “creatividad y originalidad”, “toma de decisiones y autonomía”, “autoestima”, etc. Lo que sucede es que nada es neutral, y cuando uno “piensa con espíritu emprendedor” en lugar de ser creativo y original, o uno tiene “iniciativa empresarial” más que autonomía en la toma de decisiones, o “el esfuerzo” necesario ya no es “interés por hacer las cosas bien”, si no ganas de esforzarse sin más razonamiento, resulta que con los eufemismos ya hemos empezado a “pensar en otra dirección”, de alguna manera ya estamos “invirtiendo nuestros valores”. Compruebe el lector, vuelva a releer el fragmento anterior, y póngase en el lugar de lo políticamente correcto, y si no es capaz de ver la diferencia, es que ya algo le ha comenzado a pasar, ya el lenguaje no le dice lo que usted piensa, ya empiezan a pensar un lenguaje para usted, ya es más fácil engañarle.
Estaremos de acuerdo, en esta Europa de las 25 naciones, que el futuro es intercultural, como nuestra opción europea es ya transnacional. En España la arribada de inmigrantes no parece que pueda pararse, ni mucho menos, retrotraerse a tiempos pasados. Todo esto significa que nuestros hijos vivirán en una sociedad mucho más intercultural que las nuestra, y para desenvolverse en este tipo de sociedades se requieren una serie de “habilidades” que es imposible desarrollar en entornos “elitistas”, sin presencia intercultural. Desde este punto de vista, la escuela pública está brindando un espacio real de desarrollo de habilidades interculturales, y en este sentido, vuelve a ser pionera de educación que mira al futuro, y por ello hoy tiene una conflictividad especial, que también le está dotando de los procedimientos necesarios para superar estos conflictos y enriquecerse con sus soluciones. La interculturalidad en las aulas, que hoy muchos viven como una desventaja, será una ventaja en el futuro para quienes ya han convivido con ella y con ella se han enriquecido y obtenido una serie de destrezas necesarias para saber ser feliz en la diversidad cultural: relacionarse, establecer amistades, ayudar y colaborar, participar con los diferentes, etc. Y en este nuevo escenario, que necesariamente también ha de ser interreligioso, solo una escuela pública laica podrá responder con igualdad, tolerancia y justicia “a todos”, de modo que pretender lo contrario es generar muchos otros conflictos en el futuro, que ya son graves en nuestro presente. Hoy intentar “confesionar” una escuela pública que se mueve en un espacio intercultural cada vez más progresivo y avanzado, es un error mayor que en el pasado, donde alguien podría soñar con una sociedad cerrada, inmutable y capaz de perpetuarse a sí misma. Hoy ese tipo de sociedad ya no existe y el futuro de la escuela pública o es laico, o sencillamente, no es.
Manuel Méndez
[1] Por cierto, el término “aconfesional” preferido en la Constitución al “laico”, utiliza un término irreal y no claro (eufemismo), porque se puede “confesar o no” en una doctrina, pero no se puede “aconfesar” en nada, y de hecho este neologismo por necesidad “política” no tiene sentido, es decir, carece de significado, aunque tenga significante, esto es, para los lingüistas no debería ser considerado “signo lingüístico” como tantos otros “eufemismos inventados” en clara sumisión de la Lengua (pensamiento) al Poder, para decir lo que no se quiere decir, esto es, para disfrazar lo que se piensa, es decir, para engañar más cómodamente.